El dicho popular de que “la confianza da asco” se refiere al curioso fenómeno de que conforme una relación va madurando creemos adquirir el privilegio de decir y hacer cosas que los buenos modales normalmente no nos permitirían. Así, al aumentar la intimidad nos parece bien invadir la autonomía de la otra persona con consejos no solicitados, críticas, quejas, demandas y cosas similares. Esto ocurre especialmente en las parejas, donde no sólo la intimidad es muy estrecha, sino que las acciones de uno tienen una enorme repercusión en la vida del otro. Se produce así una tensión entre, por una parte, el hecho de que la intimidad y la colaboración alivian la soledad y hacen la vida más fácil y, por otro lado, el de que la estrecha convivencia y la toma de decisiones conjuntas amenaza la autonomía de cada persona.la lucha de poder no sólo deteriora la integridad de la pareja, sino que también ocasiona un daño psicológico importante a las personas que la integran
Así, pueden generarse dinámicas que dan a la relación un clima desagradable y que pueden llegar a minarla y destruirla. Me refiero a esas sutiles batallas que se libran a base de críticas, atosigamiento, quejas, contestaciones secas o sarcásticas, pasividad agresiva y un largo etcétera de conductas nocivas que aparecen en las parejas cuando se termina la fase de luna de miel.
Existen además una serie de factores que van haciendo que el problema empeore con el tiempo. Primero, estas conductas se convierten en hábitos: se responde de forma mecánica, automática e inconsciente a las acciones del otro. Segundo, la familiaridad lleva a poder predecir las respuestas del otro, lo que aumenta la irritación mutua. Tercero, se le atribuyen a la otra persona ideas y motivaciones que no siempre se corresponden con la realidad. Esto se complica cuando no se aceptan las explicaciones de la otra persona sobre sus auténticos motivos, que por otra parte pueden no ser enteramente honestas ya que está tratando de defenderse de lo que percibe como acusaciones. Por último, el paso del tiempo y las pautas de la cultura circundante llevan a la normalización de estas conductas. Se acepta que marido y mujer “se tiren los trastos a la cabeza”, que la mujer se queje sin parar, que el hombre se refugie en el bar con sus amigos y otros estereotipos sexistas similares.
En inglés, a este tipo de dinámica se la ha dado el nombre de power struggle, que podríamos traducir como “lucha por el poder”. Se observa muy bien en las conversaciones. Cuando existe una dinámica de lucha por el poder todo lo que dice la otra persona se percibe como una posible amenaza a nuestra libertad, mientras que lo que nosotros decimos también es recibido como un ataque. No estoy hablando aquí de peleas, sino de conversaciones corrientes, incluso sobre los temas más nimios. Se hable de lo que se hable, nos encontramos con que el otro nos está llevando la contraria. Se trata de una reacción inconsciente, de uno de los automatismos de los que hablaba antes. Aunque no nos demos cuenta, hay algo dentro de nosotros que desconfía del otro porque sospecha que quiere manipularnos, convencernos de algo, obligarnos a hacer algo, o simplemente ponernos en una posición de inferioridad. Las conversaciones ocurren entonces con ese tono argumentativo, de tira y afloja. El decir que se está de acuerdo en algo equivale a admitir la derrota. No se quiere escuchar, porque el hacerlo significa volverse vulnerable a los argumentos del otro. Se intenta tapar lo que dice el otro con interrupciones y hablando a la vez. A la larga, las conversaciones se vuelven experiencias desagradables, que nos estresan y nos quitan la energía, y acabamos por aprender a evitarlas. Crece así la incomunicación, lo que deteriorará aún más la pareja.
En la lucha de poder se usan armas sutiles pero no por ello menos peligrosas. Las más importantes son la culpa y la vergüenza. Estas emociones desencadenan mecanismos de castigo y de inhibición en el cerebro que a la larga llevan a una disminución de la autoestima. Por lo tanto, la lucha de poder no sólo deteriora la integridad de la pareja, sino que también ocasiona un daño psicológico importante a las personas que la integran.
Como señalaba antes, las causas básicas de la lucha por el poder se encuentran en la contradicción entre dos factores antagónicos. Por un lado, la relación de pareja se ha vuelto imprescindible por razones afectivas, sexuales, económicas y sociales. Pero, por el otro, la relación es tan estrecha que amenaza con privar a las dos personas de su libertad y de su autonomía. Aquí de nuevo nos enfrentamos con pautas culturales nocivas que no se suelen cuestionar. Se asume que al entrar a formar parte de una pareja se deben abandonar una serie de libertades que antes se tenían. Por supuesto, se acabó el tener relaciones sexuales con otras personas, pero también se asume que se le debe dedicar más tiempo a la pareja que a los amigos, que no se le pueden guardar secretos al consorte, que se le deben explicaciones de cómo se gasta el dinero, etc. Indudablemente, el machismo hace que la mujer sufra más privación de libertad que el hombre, pero en este caso la igualdad entre los sexos no acaba de solucionar el problema, pues persiste la amenaza a la autonomía individual.Existe una dinámica opuesta a la lucha por el poder, que es la colaboración.
¿Cuál es la solución, entonces? Existe una dinámica opuesta a la lucha por el poder, que es la colaboración. Al principio puede parecer difícil pero, como la lucha por el poder, al cabo de un tiempo puede convertirse en un hábito en el que las respuestas automáticas e inconscientes actúan en nuestro favor y no en nuestra contra. La colaboración empieza por una profunda toma de conciencia de los objetivos y los valores comunes de las dos personas que integran la pareja. Si éstos no existieran, entonces quizás la decisión lógica sería romper la pareja, porque por mucha comunicación y buena voluntad que se ponga difícilmente se superará ese obstáculo insalvable. Pero en la mayor parte de los casos los motivos que llevaron a la formación de la pareja aún estarán presentes y se pueden reavivar. En segundo lugar, hay que cultivar la empatía (sentir con ella), la compasión (sufrir con ella) y la compersión (alegrarse con ella) por la otra persona, que en definitiva son los componentes de lo que llamamos amor. El culpabilizar y avergonzar al otro deben evitarse a toda costa. Cuando surjan la desconfianza y la sospecha, hay que ponerlas sobre la mesa y analizarlas para ver qué tienen de realidad. En las conversaciones, la oposición mecánica (llevar la contraria) debe sustituirse por la búsqueda conjunta de soluciones, un proceso en el que las ideas de uno complementan y desarrollan las ideas del otro.
Ayuda mucho el enfatizar los puntos de acuerdo y el elogiar las buenas ideas del otro. Habrá, por supuesto, puntos de desacuerdo. Lo mejor en estos casos es reconocerlos, demarcarlos y evaluar hasta qué punto afectan a la conversación y a la interacción de la pareja. No hace falta estar de acuerdo en todo; no hay dos personas en el mundo que opinen lo mismo en todos los temas. Por lo tanto, “ponerse de acuerdo en no estar de acuerdo” puede ser una solución aceptable en la mayor parte de los casos. Por supuesto, si no se está de acuerdo en un valor ético fundamental podríamos estar en el caso que mencionaba antes de tener que romper la pareja. Pero si no es así, la transición entre la dinámica de lucha por el poder a la dinámica de la colaboración se percibe como una bocanada de aire fresco. Las ventajas se vuelven tan evidentes que animan a seguir adelante. En particular, las conversaciones que antes rehuíamos se convierten en ratos agradables y relajantes. Volvemos a entender por qué hemos elegido convivir con esa persona.