lunes, 16 de noviembre de 2009

te cuento de ...

Esbozo biografico


"James Joyce y la pesadilla de la historia"
Por Andrés Pérez Simón

El autor de Ulises, la obra que marcó un antes y un después en la literatura del siglo XX, tuvo que vivir su particular odisea para crecer como artista y permanecer alejado de las tumultuosas circunstancias políticas que siempre lo rodearon. James Joyce, nacido en Dublín en el año 1882, vivió muy de cerca el movimiento nacionalista irlandés, pero le bastó muy poco tiempo para darse cuenta de que la política suponía el mayor peligro para sus ambiciones literarias. Con sólo nueve años de edad, Joyce escribió un poema titulado Et tu, Healy, en el que acusaba al nacionalista Tim Healy de conspirar con el clero para provocar la caída de Charles Stuart Parnell. A pesar de su corta edad, Joyce ya había encontrado la palabra con la que se referiría durante toda su vida a las intrigas por el poder en Irlanda: traición.En la década de los 70, Parnell trabajó para bloquear sistemáticamente las decisiones de la Casa de los Comunes y, con ello, despertar la atención en Londres sobre la cuestión irlandesa. El Partido Irlandés, formación que encabezaba y que estaba integrada exclusivamente por protestantes como él -los católicos no podían participar en política- logró que el gobierno central tomara en cuenta sus reivindicaciones en torno a un estatuto de autonomía (Home Rule). En 1886, el Primer Ministro William Gladstone, del Partido Liberal, sometió a votación el proyecto, que resultó finalmente rechazado. Recordando esta época de la política nacional, Joyce siempre pensó que la toma en consideración del Home Rule no fue sino una maniobra calculada por Gladstone para ganar tiempo y simpatías en Dublín, lo que quedó demostrado tras el fallido intento del Partido Liberal para incorporar a Parnell a sus filas. En 1889, al trascender públicamente la relación amorosa del político con una mujer casada, el Ejecutivo inglés utilizó la situación para situar al Partido Irlandés ante la tesitura de elegir entre el carismático líder y la aprobación del Home Rule. La iglesia católica, que había perdido peso en la política irlandesa ante la emergente figura de Parnell, aprovechó el escándalo para promover su condena política. En 1891, dos años después de su caída, el depuesto líder murió en Dublín.No se conserva el poema que Joyce escribió siendo un niño, pero sí hay constancia documental de su posicionamiento ante el fenómeno nacionalista en sus años de juventud. Durante su estancia en la universidad, asistió al nacimiento y desarrollo de un movimiento literario con ambiciones de cimentarse sobre una identidad específicamente irlandesa. En 1892, el poeta William Butler Yeats había fundado la Sociedad Literaria Nacional, con el objetivo de ‘purificar’ Irlanda de cualquier manifestación inglesa en el arte. Un año después apareció la Liga Gaélica, de gran arraigo entre los estudiantes de final de siglo, si bien fue precisamente James Joyce uno de los pocos que no se adhirieron a ella bajo la premisa de salvaguardar ante todo su independencia artística. En 1901 pagó de su propio bolsillo un panfleto en el que, bajo el título de El día del populacho, criticaba el provincianismo a la hora de escoger obras de teatro: Yeats anteponía la exaltación de lo irlandés en lugar de ampliar horizontes con autores que, en opinión de Joyce, podían “acercar Irlanda a Europa”. En Stephen Hero, borrador de Retrato del artista adolescente, Joyce transcribió las críticas recibidas por su rechazo al fomento de una literatura nacionalista: “Un hombre que se dice de todos los países en realidad no tiene ninguno. Antes de tu arte, debes contar con una nación”, le reprochaban a Stephen Dedalus, alter ego del autor en lo referido a cuestiones estéticas. El personaje de Dedalus reaparecería después en el citado Retrato y en Ulises, su obra más conocida.Exilio en la Europa continental Joyce marchó hacia París en 1902 para huir de las redes que le impedían desarrollarse como artista: nacionalidad, lengua y religión. Su estancia en la capital francesa apenas se prolongó unos meses, ya que tuvo que volver a Dublín por la muerte de su madre, ante quien se negó a rezar por su alma en sus últimos estertores. Joyce tenía claro que no debía capitular ante un catolicismo que impregnaba toda manifestación vital y artística, por lo que en 1904 abandonó definitivamente Irlanda junto a Nora Barnacle, una joven a la que había conocido hacía poco tiempo y con la que compartiría el resto de su vida. La pareja se instaló en Trieste, por entonces ciudad del Imperio Austro-Húngaro, donde Joyce pudo malvivir impartiendo clases de inglés. Pero Irlanda nunca abandonó al escritor, quien eligió Dublín como espacio de sus tres obras más famosas. Entre 1904 y 1907 escribió la colección de relatos Dublineses, estampas que reflejaban la sensación de inmovilidad que le atenazaba en la capital irlandesa. En una carta a su editor explicaba: “Mi intención era escribir un capítulo de la historia moral de mi país y escogí como escenario Dublín porque esa ciudad me parecía el centro de la parálisis”. Nadie quería imprimir la obra porque la censura afectaba a editores e impresores, pero Joyce se negó a rectificar su supuesto lenguaje blasfemo e inmoral porque, para él, eso suponía una traición a su empeño de reflejar la realidad de la nación. Siete años después de terminar Dublineses, Joyce pudo ver publicada su primera obra en prosa y, paradójicamente, no fue impresa en Dublín sino en Londres. Las ‘blasfemas’ alusiones a la Iglesia Católica y la aparición de numerosos personajes reales en los relatos hacían imposible la distribución de esta obra en la ciudad que lo vio nacer.Durante sus años en Trieste, en los que terminó la redacción de Dublineses, transformó Stephen Hero en Retrato del artista adolescente y se propuso iniciar Ulises, Joyce hizo gala de un socialismo sui géneris: el Estado debería subvencionar a los escritores que, como él, pasaban hambre en el mundo capitalista. Joyce, según su primer biógrafo, había abandonado El Capital tras leer la primera línea, que le pareció absurda. Su particular socialismo era más una reacción a la jerarquía eclesiástica que un sincero posicionamiento político.Tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, Joyce se negó a abandonar Trieste, ciudad en la que había vivido casi sin interrupción desde 1907 y en la que habían nacido sus hijos Giorgio y Lucia. Sólo a finales de 1915 se trasladó con su familia a Zurich, en la neutral Suiza, tras comprometerse el escritor con las autoridades austriacas a no tomar parte en la contienda. No le costó demasiado cumplir con su palabra, pues estaba demasiado ocupado en gestionar la publicación de sus escritos y en pagar sus excesivos gastos en los bulliciosos cafés literarios. Tras su regreso a Trieste en 1919, que pasó a ser territorio italiano tras la desmembración de Austria-Hungría, respondía así a los conocidos que le preguntaban sobre cómo había vivido la Primera Guerra Mundial. “Ah, sí, me dijeron que había una guerra en Europa”.Pese a su aparente desdén, lo cierto es que la Gran Guerra había condicionado la situación política de Irlanda hasta el punto de interesar notablemente al escritor. En diciembre de 1914, poco antes de la restricción de la libertad de prensa por lo excepcional del periodo, el Sinn Fein había hecho públicas sus tesis acerca del conflicto. Para los nacionalistas irlandeses, era Inglaterra la que estaba en guerra, y no Irlanda, ya que ésta última no contaba con una Constitución o un Gobierno a los que defender. Aunque decía detestar enormemente la política, lo cierto es que la cuestión nacional nunca había dejado de preocupar a Joyce, como probaron los artículos favorables al Sinn Fein que publicó antes de la guerra en Trieste. Coincidiendo con el conflicto bélico tuvo lugar en Dublín el conocido como Levantamiento de Pascua, en 1916, que se saldó con la ejecución de cientos de nacionalistas irlandeses, entre ellos un viejo amigo de Joyce que trataba de impedir las matanzas por parte del ejército británico. Esta muerte afectó profundamente a un Joyce que, durante sus años en la neutral Suiza, llegó a odiar más que nunca a la corona británica. Tuvo frecuentes discusiones con el consulado y sus malas relaciones con los diplomáticos ingleses le hicieron correr el riesgo de ser llamado a filas.Por su situación personal y su posicionamiento ideológico, no resulta extraño que Joyce mostrara una gran alegría cuando el gobierno de Londres dejó de reclutar irlandeses para la Gran Guerra. Pero su identificación con el movimiento nacionalista, siempre desde la distancia, se atemperó tras terminar la contienda. Rechazaba el emergente patriotismo mientras preguntaba: “¿Moriría Irlanda por mí?”. En la misma línea provocadora, se consideraba a sí mismo como un héroe de la Primera Guerra Mundial por haber escrito Ulises.El reconocimiento de Irlanda como Estado Libre, en diciembre de 1921, no despertó en Joyce ningún interés por regresar a una tierra que no había pisado desde 1912. Con estas palabras zanjó para siempre su posición ante sus orígenes: “No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible”. Eran palabras pronunciadas por Stephen Dedalus en Retrato del artista adolescente, novela publicada a finales de 1916 gracias a su creciente reputación en los círculos literarios de Francia y EEUU. Entre 1918 y 1920 se publicaron capítulos de Ulises por entregas en una revista norteamericana, pero la Sociedad para la Prevención del Vicio en Nueva York puso en marcha un proceso al considerar los textos inmorales y obscenos. En 1921 se prohibió la entrada del libro, de aparición inminente, en Estados Unidos, a pesar de los argumentos del editor y abogado John Quinn, quien mantenía que se trataba de una obra tan oscura e inaccesible que no podría escandalizar a nadie.Completamente dedicado a la mastodóntica obra que era Ulises, Joyce no encontraba en Trieste el ambiente ideal para conseguir la celebridad literaria a la que aspiraba, por lo que en 1920 decidió dejar la ciudad, a la que había vuelto tras su paréntesis obligado en Zürich. En un principio pensó instalarse en Londres, ciudad en la que los editores le habían dispensado un trato literario infinitamente más amable que en la provinciana Dublín. Lo que verdaderamente le importaba, y a lo que consagró toda su vida, era alcanzar la libertad artística, como proclamaba Stephen Dedalus en el Retrato. Antes de marchar a Londres prefirió visitar París para conocer a escritores y editores, pero lo que pretendía ser una estancia de dos semanas terminó prolongándose hasta 1939, fecha en la que el escritor y su familia se vieron forzados a abandonar la capital francesa a consecuencia del estallido de la Segunda Guerra Mundial.James Joyce consiguió ver publicado Ulises en Francia gracias al empeño personal de la norteamericana Sylvia Beach, dueña de una librería y ferviente admiradora de una novela que no encontraba editor en las islas británicas. La primera edición de Ulises apareció en París el día del cuarenta cumpleaños de su autor (2 de febrero de 1922). Antes de que el libro fuera admitido en Estados Unidos en 1933, después de un fallo judicial histórico para la literatura del siglo XX, ya circulaban traducciones al alemán, francés, checo y japonés. En 1936 se autorizó su publicación en Gran Bretaña y, como para dar la razón a Joyce aun después de su muerte en 1942, Irlanda fue uno de los últimos países en reconocer su innovadora novela: Ulises fue un título proscrito hasta bien entrados los sesenta. Tras el fin de la Guerra Civil irlandesa en 1923, tanto las instituciones como la prensa se dedicaron a promover una literatura nacional sustentada en el carácter católico de la nación. Aunque se pretendió recuperar a Joyce para la causa, era del todo imposible situar el experimentalismo estilístico de Ulises dentro del realismo, norma estética que, al igual que en la España posterior a 1939, regía la producción literaria. El nuevo Estado irlandés exigía unas letras respetuosas con un catolicismo que definía la identidad nacional en oposición al anglicanismo, pero el James Joyce que empezaba a gozar de fama en París no tenía motivo alguno para someterse a los dictados oficiales de la patria.La Segunda Guerra MundialEn la década de los 30 circularon en diversas revistas de Europa y EE UU fragmentos de lo que luego sería Finnegans Wake, la última obra de Joyce. El auge del fascismo en Europa enturbiaba cada vez más los círculos literarios muy a pesar del autor irlandés, siempre reticente a mezclar política y literatura. Cuando en 1936 le enviaron un cuestionario sobre la Guerra Civil se negó a contestar alegando: “Eso es política. La política se está metiendo en todas partes ahora”. En reuniones con escritores en París, después de haber accedido Hitler al poder en Alemania, solía alabar la capacidad del Führer para conducir a las masas. Pero sus burlescas loas no iban más allá del deseo de ridiculizar las ideologías y los nacionalismos, pues siempre fue Joyce consciente de la terrible realidad nazi: desde 1938 ayudó a conocidos y amigos judíos a huir hacia Irlanda y EE UU.En 1939 apareció Finnegans Wake, un eterno juego de palabras a partir de la teoría del filósofo italiano Giambattista Vico sobre la circularidad de la historia. La repercusión del libro, debido a la turbulenta situación política, fue mínima. Este hecho desagradó enormemente a Joyce quien, más en serio que en broma, llegó a acusar a los gobiernos de haber iniciado la Segunda Guerra Mundial con tal de impedir la lectura de su obra. En agosto de 1938, el escritor había abandonado París, pero después de tres meses en Lausana prefirió hacer caso omiso de lo que se avecinaba tras la crisis de los Sudetes y volvió a París para terminar Finnegans Wake. El 3 de septiembre de 1939 estalló la guerra y Joyce, refugiado entonces en la ciudad de La Barcle, no pudo tener con él a su hija Lucia, que permanecía ingresada en un psiquiátrico de la capital francesa. En el pueblo de Pornichet logró reunir a su mujer, a Lucia y a su hijo Giorgio -éste último en edad de combatir- y finalmente huyeron a Zurich en septiembre de 1940, tres meses después de la ocupación de París. El destino quiso que Joyce se refugiara en la misma ciudad a la que tuvo que acudir tras el inicio de la Primera Guerra Mundial, si bien esta vez contó con muchos más problemas: a la dramática situación de su hija, con graves trastornos psíquicos, se unió la oposición de las autoridades de la Francia ocupada, que lo acusaban de ser judío (como el personaje Leopold Bloom en Ulises). Los testimonios que Joyce pudo recoger en Lausana y en Zurich lo salvaron de ser detenido. Su mejor amigo en París y compañero en la huida de 1939, Paul Léon, decidió volver a París a pesar de la ocupación. Logró salvar documentos personales de Joyce y los hizo llegar al embajador irlandés con la orden de depositarlos en la Biblioteca Nacional de Dublín. Léon, que sí era judío, fue detenido y ejecutado un año después. Zurich, por su condición de ciudad neutral, era el único lugar en Europa en el que un esteta como Joyce podía vivir sus últimos días. En 1941, unos pocos meses después de llegar desde Francia, una úlcera perforada le produjo la muerte. En Irlanda, la prensa nacionalista se hizo amplio eco de su muerte y reivindicó al escritor como ejemplo de ortodoxia nacional. Remitiéndose a una hermana con la que el autor apenas mantenía relación, el conservador diario “Irish Press” destacó el amor de Joyce por las gentes de Dublín y, algo aún más dudoso, el fervor con el que el escritor siguió la Semana Santa durante su estancia en Italia. Hoy día, Joyce es el orgullo de una nación que lo forzó a exiliarse para desarrollar su proyecto artístico. Basta un ejemplo de este uso político de su figura: hace apenas unos meses, miembros del Sinn Fein se fotografiaron junto a una estatua en su memoria para hacer campaña en contra del Tratado de Niza. Oprimido por el catolicismo en Dublín, acosado por dos guerras mundiales en la Europa continental y reconvertido a la causa irlandesa tras su muerte, sólo las palabras de Stephen Dedalus en Ulises pueden mostrarnos al verdadero James Joyce: “La historia es una pesadilla de la que intento despertar”.

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